MARCELO

Hacía años que para ella no dejaba de ser algo más que una tarde cualquiera. Si cabe, mucho más aburrida. Hasta los malos se escondían en el calor de sus hogares y olvidaban por un día sus planes y fechorías. 

Quiso pensar que no estaba sola en el mundo. Eran casi las siete de la tarde. Cuando salió a la calle aún percibió aquel ambiente festivo en el aire, aunque los bares ya cerraban sus persianas y la gente compraba los últimos avituallamientos en los supermercados. 

En su móvil se agolpaban decenas de mensajes en grupos, entre ellos el suyo, el de la Unidad, pero como cada año escaseaban los mensajes personales, las felicitaciones de corazón. 

Entró en casa, estaba vacía. Se quedó parada en el quicio de la puerta y un rictus de tristeza la sacudió. Nada era lo mismo si ellos no estaban. 

Se desnudó y se metió en la ducha y dejó que el agua casi hirviendo la purificara. Lo alargó todo lo que pudo, sabía que sería uno de los pocos placeres de aquel día. De repente el agua comenzó a salir fría, helada. Gritó y apagó el grifo. «No me jodas», dijo para sí. Se puso la toalla y se acercó a la cocina, zarandeó la bombona naranja de toda la vida y abrió el grifo de agua caliente del vertedero. Helada. 

Se dejó caer en una esquina y empezó a llorar. Sabía lo que ocurriría. Recordó las últimas palabras de Modesto antes de irse. 

—Jefa, acuérdate de comprar la bombona el martes, que es cuando pasa, no te vayas a quedar sin ella. 

La ley de Murphy, la puta ley de Murphy. Eran casi las ocho, ¿dónde cojones conseguía una bombona a estas horas? Ni siquiera sabía si lo que necesitaba era una bombona o desaparecer y que la tierra se la comiese para siempre. 

Intentó calmarse. Empezó a notar el frío de la baldosa bajo la toalla. Se levantó y volvió al baño. Se vistió, no perdía nada por intentarlo. Llegó a la gasolinera de Lavedra, tuvo suerte, aún estaba abierta. Compró la bombona, chocolatinas, patatas fritas, cerveza y demás compañeros para una noche de soledad. 

Su madre seguía en Madrid, con su novio. La había invitado, pero solo pensar en el viaje le había echado para atrás. Costoya también estaba pasando unos días en la capital, tenía que llamarlo. Modesto y Portela se habían ido a cenar al pueblo, a casa de sus padres, después de insistirle una y otra vez para que los acompañara, para que no se quedara sola. Le habían llamado víctima. ¿Lo era?

Para ella las navidades no habían vuelto a ser lo mismo tras la muerte de su padre. Trabajaba en el Greim. Todos sabían que era peligroso, pero ¿qué no lo es?

Era la tarde del 24 de diciembre, mientras su madre se afanaba en la cocina el teléfono comenzó a sonar. Paola solo recordaba el estruendo del cuenco que ella llevaba en las manos al precipitarse contra el suelo, su cara llena de lágrimas, los gritos de dolor. Solo tenía nueve años. Demasiado pequeña para algunas cosas y demasiado mayor para olvidar. 

Desde aquel día la Navidad para ella no era más que eso, el recuerdo de la muerte de su padre, se cumplían 34 años sin él. Poco importaba que su padre biológico hubiese aparecido, nadie podría ocupar el vacío que le había dejado él. 

Aparcó encima de la acera y sacó la bombona del maletero. Subió los tres pisos cagándose en sus compañeros ausentes. Volvió a dejar el coche en el parking de la jefatura e hizo el camino de vuelta entre recuerdos y melancolía. 

En la puerta de la calle había un hombre. Tendría unos sesenta años, era bajito, con el pelo largo, blanco y una especie de chiva. Tenía la cara redonda, como todo él. Llevaba puesta un pantalón, una chaqueta vaquera y una camiseta blanca. Al verlo, sintió un frío terrible. No le sacaba los ojos de encima, sin embargo, no tenía miedo, era algo extraño, algo que no era capaz de identificar. 

—Buenas noches, señorita, ¿todo preparado para la Nochebuena?

Paola no supo por qué, pero no era capaz de mentirle. 

—Pues no, la verdad, no pienso celebrar nada, ni creo en todo esto ni tenga nada por lo que brindar. Y si me permite, tengo asuntos que atender…

Aquel hombre la cogió del brazo, con dulzura. Ella lo miró fijamente a los ojos. 

—No tendría usted un rato para acompañarme, a un pobre viejo solo. 

No sabía por qué, pero no podía decirle que no. Abrió los brazos y miró a su alrededor. 

—¿Y a dónde quiere ir usted a estas horas el día de Nochebuena?

—Eso, señorita Gómez, déjelo de mi mano. 

La cogió del gancho mientras ella seguía con el corazón latiendo más rápido de lo normal. ¿De qué lo conocía aquel hombre? ¿Estaría cayendo en alguna trampa? Su instinto le decía que no, que estaba haciendo lo correcto. 

Caminaron por San Andrés y cruzaron las bocacalles perpendiculares que unían este con el Orzán. 

—Aquí es —le dijo, señalando una doble puerta de madera, en ese momento entraban dos hombres con muy malas pintas. El viejo le tendió la mano. 

—Mi nombre es Marcelo, si no está dispuesta a abrir los ojos no cruce esta puerta, comisaria, pero si lo hace, cambiará su forma de ver las cosas. Yo tengo que entrar. 

La dejó allí, sola. Paola se dio la vuelta y al fondo intuyó las olas del mar rompiendo contra la costa. Pensó que no tenía nada que perder, sobre todo aquel día, al menos no más de lo que había perdido treinta y cuatro años atrás.  

RONNIE

Supuso que en otros tiempos aquello había sido algún tipo de fábrica, era una estancia rectangular enorme a la que se llegaba tras un largo pasillo unidireccional. A la izquierda había una puerta tras la que se intuía mucho trajín. Paola asomó la cabeza, y poco a poco el resto del cuerpo. Era una cocina gigante. La primera persona con la que se topó fue con Graciela, que le puso un cuenco de sopa caliente en las manos. 

—Venga, a repartir, ¿qué eres nueva? Una sola ración por persona, que somos muchos y cuando termines te vuelves a llenarlo, ¿estamos?

Tenía los ojos azules, la cara regordeta, era muy parecida a Marcelo. No le dio tiempo a contestar, la mujer ya se había dado la vuelta y se dirigía a la pota gigante para llenar otro de aquellos cuencos. Ni rastro de el hombre viejo. Volvió sobre sus pasos y entró en el comedor. Por un momento se hizo el silencio, al que siguió una algarabía, todos los presentes empezaron a dar golpes con los cubiertos en la mesa. La mayoría llevaban puestos gorros rojos de Papá Noel. 

Uno de los hombres se le acercó y le puso su gorro. Ella sonrió. Él le señaló su bolso. 

—Debería mimetizarse con el ambiente, señorita. 

Le hizo caso. Se quitó la chaqueta y el bolso y la dejó en un perchero que colgaba de una de las paredes. Volvió a coger el cuenco de la sopa y comenzó a repartir. Durante más de una hora repartió y recogió sin descanso, hasta que sintió un brazo en su hombro. Se dio la vuelta. 

—Paola, ven —le señaló una mesa preparada a un lado. Ella asintió. 

Marcelo le presentó al resto de comensales, entre los que estaba Ronnie, el chico que le había puesto el gorro navideño. 

—¿Es su primera vez? —preguntó él.

—Supongo que sí. 

—Yo llegué aquí hace ocho años. Al principio me dio vergüenza, como a todos, pero después es tu día a día. Salir a buscarte la vida y volver con poco dinero y nada que llevarte a la boca. Acabas dejando la vergüenza en esa puerta. 

—¿Puedo preguntarte cómo llegaste aquí?

—Yo era un chaval de la Costa da Morte, crecí con dinero fácil, el contrabando, el trapicheo, cochazos, hasta que me enamoré. Mis puriles no estaban de acuerdo, pero me dio igual, el amor todo lo puede. Ella trabajaba aquí, en Coruña, así que nos pillamos un piso. Nos iba bien. Yo cambié los trapicheos por un negocio, invertimos toda la pasta que teníamos en él y nos dimos la gran hostia, llegó la crisis y pum, todo se fue a la mierda. 

Paola miró aquellos ojos, pero no vio pena, solo la cruda realidad expresada en palabras. 

—Luego empezaron los problemas con mi novia, que si es culpa tuya, que si no, que si esto, que si lo otro, gritos, alguna vez llegamos a las manos y acabé en el trullo y con razón. No estoy orgulloso de ello, señorita. A veces el destino tiene planes diabólicos para ti, y una mala decisión en un momento determinado te lleva a la perdición, en mi caso lo hizo el día que le falté al respeto a ella, y al hacerlo me lo estaba haciendo a mí. 

Lo entendía. Sin meterse al fondo de la historia, su experiencia le ayudaba a entender a los perdedores, a los que siempre se encontraban las piedras del camino, a los que un mal acto dejaba marcados para siempre. 

—Al principio me encerré en mi mismo. Intenté hablar con ella, recuperarla, me rechazó y con razón. Me puse pesado y acabé perdiendo las pocas opciones que tenía. Me puso una orden de alejamiento, fue como un golpe que me hundió hasta el fondo del pozo. Lo recuerdo como si fuera ayer, aquel día fue el primero que me vi sin un duro, sin saber a donde ir, ni qué hacer, hasta que alguien me habló de este lugar. Lo tenía todo, señorita, la vida me lo quitó, y yo le ayudé. Y lo peor es que para muchas cosas no hay vuelta atrás, solo nos queda seguir adelante, aunque estés con los dos pies metidos en la mierda. 

—¿Y no le gustaría salir de aquí, conseguir un trabajo?

—Ya lo tengo, aquí soy feliz, ayudo a otras personas, como ellos me ayudaron a mí. Tengo donde dormir, un plato de comida caliente y lo más importante, amigos —miró a Marcelo y al resto de los que formaban aquella mesa y les sonrió. Paola no sabía qué decir, se sentía bien y mal a partes iguales. 

Por un momento, su vida dio una vuelta entera alrededor de aquella mesa. Con sus buenos ratos, los malos, la gente que ya no estaba, los que había dejado de llamar, los que echaba de menos, a los que le gustaría volver a ver, abrazar, decirles te quiero. Una lágrima se asomó a su mejilla, furtiva, pues la conversación en la mesa ya rotaba en torno a otras frugalidades. Ronnie la miró. 

—¿Y usted, comisaria, cómo ha acabado aquí?

Ella miró a Marcelo y al plato. Levantó otra vez los ojos y contestó. 

—Creo que un alma caritativa me salvó, aunque yo no lo supiera. 

Marcelo se levantó y cogió su chaqueta. 

—La señorita Gómez y yo tenemos un par de sitios más que visitar, así que os veo más tarde. 

Paola se levantó y se dispuso a acompañarlo al frío invierno coruñés, sin saber que era lo que le esperaba, pero ya estaba mucho más tranquila, sabía que nada tenía que temer. 

EL GUARDIÁN

Fue solo un instante. Marcelo la cogió de la mano y apretó fuerte. Paola notó como se le revolvía el estómago y se mareaba. De repente el clima había cambiado, el olor, la sensación. Le costó identificar donde estaba hasta que vio, sentado ante una pequeña mesa, a un hombre vestido de negro. Estaba escribiendo una carta. Se acercó a él por detrás. Marcelo seguía a su lado. 

«Querida Paola. Siento haberte engañado.  Siento no haber sido sincero desde el principio, pero no podía. A veces, el beneficio comunitario está por encima del personal, y yo me arriesgué a perderte. Casi lo hago. Quizá nunca puedas perdonarme y esa persecución en Rianxo sea mi último recuerdo contigo. No me arrepiento, hice lo que me dictaba el corazón y volvería a hacerlo. Volvería atrás solo para no dejarte caer, para agarrarte en aquella piedra, para ser tu salvador, aunque sé de sobra que tú no necesitas que nadie te salve.

» Hoy es Nochebuena. Muchos han salido con permisos, a mi me quedan unos meses para poder salir los fines de semana, solo espero que, cuando salga, tú estéis ahí, o al menos me dejes compartir parte de lo que me queda de vida contigo».

Paola lloraba. Comenzó a hablar atropelladamente, pero se dio cuenta de que Michel no la escuchaba, no parecía sentir sus manos, ni su abrazo, no parecía sentir nada. 

—No puede verte, Paola, ni tocarte, no sabe que estamos aquí. 

La comisaria se puso las manos en la cara. 

—¿Desde cuándo no ves a tu tío? —preguntó Marcelo. 

—Desde aquel día, en a Praia das Cunchas, desde que lo escuché cantar en aquella ambulancia, desde que me dejó en el hospital y esperó a sabiendas de que lo apresarían. 

—Ni una llamada, ni un mensaje, ni una visita. 

Paola negó con la cabeza, en ese momento le gustaría volver atrás en el tiempo, pero sabía que no podía. 

—No fui capaz. Me sentía engañada, triste, como si me hubieran quitado una parte de mí. 

—Ni siquiera contestaste sus cartas. 

—No sabía qué decirle, solo estaba furiosa. 

—Él te salvó. Por encima de sus ideales, de su misión, por encima de todo prevaleció el amor que sentía por ti. 

Paola lloraba. Lo vio tirarse en el camastro, solo, triste, y entendió lo que aquel hombre quería mostrarle. Notó su mano en la suya y como nuevamente se apoderaba de ella una sensación de mareo. Al volver en sí estaba en un lugar que desconocía. Había una mesa puesta, con servilletas navideñas y en el hilo musical sonaban los primeros compases de aquella canción eterna…

«Last Christmas, I gave you my heart, but the very next day you gave it away…»

El corazón se le encogió, ¿cómo podría olvidarlo? La primera vez que la había escuchado había sido en 1985, y desde aquel día, aquella canción, aquella melodía se había pegado a ella para siempre, en recuerdo de su padre. 

«This year, to save me from tears, I´ll give it to someone special…»

Entonces los vio entrar, con una cerveza en la mano, aquellas dos personas que significaban tanto para ella y se emocionó. Eran Modesto y Portela. Se acercaron a la chimenea y mientras uno echaba más troncos el otro estiraba las manos buscando el calor. Paola se acercó a ellos, tenía los pelos de punta. No sabía si era la canción o verlos allí, o las dos cosas juntas. 

—Ojalá estuviera aquí —Modesto hablaba hacia el infinito, como si diciéndolo supiera que se pudiera cumplir su deseo. 

—Ya sabes cómo es. No le des importancia. Es Paola. 

Modesto tenía los ojos húmedos, miró a su amigo y le pasó un brazo los hombros. 

—Menos mal que tú siempre estás a mi lado, amigo. El primer día que te vi me caíste como el culo, ¿te lo dije?

—Sí, Modesto, me lo dijiste doscientas treinta y siete veces, nada más —Portela elevó las manos al cielo. 

—Venga, vamos a tomarnos algo, que aún quedan un par de horas para la cena. 

Los vio irse. Miró a Marcelo que volvió a cogerla de la mano y de nuevo sintió que volaba lejos, muy lejos. Al abrir los ojos vio un hombre mayor, con una gabardina, un viejo sombrero y una botella de champán en la mano. Estaba en la entrada de lo que parecía una casa de una urbanización, con le dedo a punto de presionar el timbre, pero sin hacerlo. Era el inspector jefe Costoya. Se acercó a él, lo miró. Tenía aquellos ojos que conocía bien, llenos de inseguridad. Estaba a punto de darse la vuelta. 

—¡No, no, no, no lo hagas! —supuso que estaba delante de la casa de su ex y su hija—. No me jodas, Costoya, has llegado hasta aquí, ahora tienes que entrar. 

Vio como posaba la botella y volvía sobre sus pasos. El móvil del inspector jefe comenzó a sonar y poco a poco se alejó de la casa. Paola se sentó y comenzó a llorar, otra vez. 

—Ya has visto algunas cosas del presente, antes de irnos, debo enseñarte algo más. 

Cuando Marcelo le soltó la mano vio que estaban rodeados de policía, pero también de protección civil, bomberos, ambulancias. Llovía, era de noche, no sabía dónde estaba, pero cerca de ella vio una señal de Nacional 525. Entonces comenzó a correr. Dos coches acababan de tener un accidente. Se acercó a uno de los guardias que estaba hablando con el médico. 

—Uno de los chicos está atrapado dentro, no sabemos cómo está. El otro va camino del hospital, se recuperará. Los del otro coche tuvieron mejor suerte. 

Otro guardia se acercó y preguntó. 

—¿Qué es lo que ha pasado?

—Uno de los vehículos se ha salido de la carretera, ha pegado contra el quitamiedos y al rebotar invadió el otro carril, cogió a los chicos de lleno. Volcaron y dieron tres vueltas de campana hasta llegar a ese árbol. 

Paola corrió hacia el coche y se tiró en un lateral, junto a la zona dónde los bomberos trabajaban sin descanso. Vio la cara de Modesto, estaba vivo. Le cogió la mano, aunque sabía que él no podía sentirla, la apretó y lloró, lloró tanto que creyó ahogarse. 

—Te quiero, Modesto, te quiero. Lo sabes. 

—Debería habérselo dicho, ¿no cree? —Marcelo la cogió nuevamente de la mano. 

Paola seguía llorando, no sabía si aquello que había visto era verdad o solo imaginaciones suyas, pero quería volver atrás, retroceder, cambiar aquellas malas decisiones de su vida. Despertó ante otra mesa navideña, pero esta le traía muy buenos recuerdos. 

—¡Papa! —se tiró al suelo, mientras veía a aquel hombre que la había acogido como a una hija, aunque no lo fuera, que la había cuidado, mimado y hecho tan feliz durante casi nueve años. 

Era imposible no recordar aquello. Eran las Navidades de 1981, las últimas que habían pasado juntos. Su madre estaba preciosa, con una sonrisa enorme que le iluminaba la cara. Ella estaba en el colo de su padre, mientras el jugaba con su pelo, como tanto le gustaba hacer. 

—¿No crees que merece la pena que te quedes con este recuerdo? ¿O prefieres seguir estancada en su muerte?

Paola miró a Marcelo, sin saber qué decir. Lo tenía claro. Merecía la pena ser feliz. Disfrutar de lo que tenía, mantener vivas a las personas con los buenos recuerdos y no con los malos. Grabar aquello en su mente para siempre. Ser sincera y decir las cosas, sobre todo lo que sientes, porque nunca sabes hasta cuando podrás hacerlo. ¿Y si no hay próxima vez? ¿Estarás toda la vida arrepintiéndote? Afirmó con la cabeza. 

—Creo que sé lo que tengo que hacer, Marcelo. 

—Aún debemos ir a un lugar antes de volver a casa. 

Esta vez fue Paola la que se cogió de su mano. Estaba deseando volver. Necesitaba volver. 

NO FUTURE

Estaban en una casa enorme, muy diáfana. Muy blanca, le gustaba. Miró por las ventanas y creyó asomarse al bullicio continuo de una gran ciudad. Podía ser Madrid. Anduvieron por un largo pasillo hasta entrar en un bucólico pasillo en el que sonaba música de los ochenta. Al fondo, un piano blanco. Al otro lado una televisión enorme, apagada. Había alguien en el sofá, con una copa de whisky en la mano. Vio la botella de Glenfiddich de dieciocho años y se asustó. 

Tenía el pelo más corto, la mirada más triste, diez años más encima. Se quedó mirándola, viéndose a sí misma como nunca le gustaría verse. Aquello fue como un tsunami que arrasó su corazón. 

—Aquí tiene usted 57 años. Acaba de pedir la prejubilación. Es más, está celebrando que se la han concedido. 

Volvió a mirarse, y vio aquella mujer mayor, triste, desolada y sola y supo que no necesitaba más pruebas. Miró a Marcelo. 

—Pero es que yo, en el fondo, era feliz. 

—¿Usted cree, Paola? He conocido muchas personas como usted. Buenas en su trabajo, excelentes, pero que no saben vivir fuera de él. No tienen una familia estable, tienen amigos, pero siempre encuentran una excusa para no llamarlos. Y al final, se quedan solos. Son muy queridos, pero están solos. 

Puso los brazos en jarras. 

—¿Y usted quién es, Marcelo, por qué me ayuda?

—Porque yo soy tú. Ese tú que perdiste por el camino, ese tú que se dejó ir en la vida, que se centró en su trabajo, pero dejó de lado todo el resto, ese tú qué aún cree que hay posibilidades de ser feliz de verdad, de disfrutar de lo que haces, pero también de lo qué no hacías hasta ahora. Soy el tú que cree que la vida son dos días y que tenemos que disfrutarla. Soy ese tú que estabas a punto de matar, Paola. 

—¿Podemos volver?

—Debemos volver —Marcelo la cogió de la mano por última vez y ya no se sintió mal, ni mareada, sino con una fuerza interior tan grande que nada se le podría resistir. Estaba segura de que el futuro sí estaba hecho para ella. 

DESPERTAR

Se levantó como un resorte, estaba sudando a chorros. Era noche cerrada, con el pulso a mil buscó su móvil. Aún con la ceguera de la oscuridad y un sentimiento que le oprimía el corazón buscó el interruptor de la luz, sería más fácil. 

Respiro algo más tranquila ante aquel color naranja repentino. Intentó situarse. Tenía la toalla en la cama. Había salido de la ducha, luego había ido a la cocina, intentando resucitar la bombona, que no se había dejado, se había tirado a llorar en una esquina. ¿Y después? No era capaz de recordarlo. 

Tenía que haberlo dejado en el baño. ¡Sí! Allí estaba, alumbrando ante decenas de notificaciones. Eran las ocho y media, buscó un teléfono en su agenda, con miedo, con la lágrima a punto de caerle. Lo encontró y marcó. Un tono, dos tonos, joder, tres tonos, cuatro tonos, joder…

—¡Paola! Buenas noches, ni que estuvieras aquí, acabamos de hablar de ti.

Dejó que aquellas lágrimas traicioneras se convirtieran en un reguero interminable. 

—¡Paola! ¿Estás ahí?

—Modesto, joder, te quiero, coño. 

Se hizo el silencio en la línea, no podía verle la cara, pero sí imaginarla. 

—Paola, ¿estás bien? Yo también te quiero. 

—Escúchame —le dijo, con la voz tomada por la angustia—. ¿Tienes sitio para uno más?

—¿Cómo? ¿En serio? ¿Vas a venir? ¡Claro, por supuesto! No sabes la alegría que nos das, ¿pero qué te ha pasado?

—La bombona, cabrón, se ha acabado —los dos rieron. 

—Pues nada, te esperamos. 

—Escucha, una cosa más. No salgáis de casa, por favor. Necesito que me esperéis ahí, por favor. Prométemelo. 

—Te lo prometo, Paola, eh…—miró a Portela le dio el okey con el dedo hacia arriba—, pues eso, dice Portela que se va a ir comiendo los aperitivos y que tienes suerte que no esté aquí Costoya, sino ya podías olvidarte. 

—Gracias, Modesto. Dile a Portela que a él también lo quiero. 

—Mira, se lo dices tú después, que yo no quiero intimar con este hombre, que lleva dos cervecitas encima y ya sabes como se pone —rieron—. Ahora en serio, te estaré esperando ansioso, Paola. Y gracias. 

—No, gracias a vosotros —Paola no había dejado de llorar en ningún momento, volvió a buscar otro número en su agenda. Lo marcó. No tardó en contestarle. 

—Costoya, ¿dónde estás?

El inspector jefe se paró en seco y miró a los lados, en busca de una aparición. 

—En Madrid, ya lo sabes. 

—Y exactamente dónde, inspector. 

—Estoy, bueno, estaba…, a punto de llamar a la puerta de mi ex y de mi hija, Raquel. 

—Escúchame, viejo cabrón. Date la vuelta, y llama a ese puto timbre o no volveré a hablarte en lo que te queda de vida. ¿Me has oído? Y espero que lleves algo para brindar, no me seas rata, que te conozco. 

Otro silencio al otro lado de la línea hizo sonreír a Paola. 

—Joder, Paola, ni que estuvieras viéndome. Llevo un Martín Coda Alma Atlántica, no sabes lo que me ha costado conseguirlo. 

—No pienso colgar hasta que escuche cómo llamas a ese timbre. 

—Joder, Paola, es que no sé…

—¿Qué no sabes, Costoya? ¿Qué ya perdiste demasiado tiempo? ¿Qué no te parece suficiente con haber escapado una vez? ¿Tantos años sin ver a tu hija no te han enseñado nada?

—Sí, supongo, no sé…

—Escúchame, cojito mío, sabes que eres un padre para mí, pero si pudiera abrazar al mío una última vez, daría todo lo que tengo, ¿me entiendes? No desaproveches el tiempo que te queda. 

Al otro lado, un viejo cabrón se emocionaba, no sabía si por lo mucho que quería a Paola o por lo mucho que quería a su hija, o por ambas cosas a la vez. Comenzó a andar despacio, otra vez, hacia la casa de su ex, dispuesto a presionar ese timbre. 

Cuando lo escuchó, Paola respiró tranquila. 

—Te quiero, Costoya, como a un padre. Suerte, mañana me cuentas. 

Colgó. Sabía que al inspector le esperaban cosas más importantes. Tenía que hacer dos llamadas más, pero sería con el manos libres, camino de Lestedo. 

CENA, AMIGOS Y ROCK N´ROLL

El teléfono de su madre daba línea, pero nadie contestaba al otro lado. Ya había hecho la otra llamada, y se sentía alegre, pues sabía que su plan estaba bien encaminado. Volvió a recordar aquel sueño terrible. La cara de aquel hombre, de Marcelo, volvió a su mente, le costaba más recordar a las otras personas que había conocido. Como todos los sueños, una vez despiertas, se van borrando los detalles. Entonces lo vio. En el asiento del copiloto había un gorro de Papá Noel. Sonrió. No recordaba quién podría haberlo dejado allí, seguramente uno de aquellos cabrones que tenía como compañeros. 

El teléfono empezó a sonar. Era su madre. 

—Hola, mamá, ¿cómo estás?

—Bien, hija. Aquí con la cena, por eso no oí el teléfono. ¿Y tú?

—Bien, voy camino de la casa de los padres de Modesto, voy a cenar con ellos y con Portela también. 

—¡No sabes cuánto me alegro, hija!

—Siento no haber ido hasta ahí, pero te prometo que iré a pasar el fin de año, ¿te parece?

—Me parece genial, cariño, nada me haría más ilusión. Lo celebraremos en casa, que no están las cosas para ir por ahí a cenar. 

—Perfecto, mamá, lo único que quiero es estar contigo. 

Por tercera vez, el silencio se hizo al otro lado de la línea. 

—Hay otra cosa, mamá. Sé que los dos echamos mucho de menos a papá, y sé que su muerte marcó todas las navidades futuras, pero también creo que es hora de superarlo. Él no querría que llorásemos más, le gustaba vernos alegres —escuchaba las lágrimas de su madre al otro lado del teléfono—. ¿Recuerdas nuestras últimas navidades? Dijo que traería unos camarones para la cena y le dieron gato por liebre…

—…y nosotras disimulando, diciendo ¡qué ricas!, cuando sabían a pura mierda —dijo entre lágrimas. 

—¿Y qué hizo él? Probó una, la escupió, empezó a cagarse en todo y no pudimos parar de reír en toda la noche. Sé que las dos lo daríamos todo por volver a aquel día, pero no puede ser, no hay marcha atrás, y quedarnos allí solo nos hace daño. Tenemos que superarlo. 

—Lo sé, hija, pero lo quería tanto. 

—Y yo, mamá, y te quiero a ti, y sé que él no querría vernos así. 

—Vale, nena, te lo prometo. 

—Disfruta la noche, el día, disfruta cada momento. 

—Lo haré, hija, pero ya me darás la receta de lo que te has tomado —las dos rieron, antes de despedirse. 

 

Tres horas después, tras una comida típicamente gallega, estaban en el café. Los tres estaban bastante contentos, recordando anécdotas, personas, amigos perdidos, amores frustrados. Los padres de Modesto y Portela se fueron al porche, a disfrutar del frío y la noche gallega y dar rienda suelta al vicio. 

—Chicos, tengo algo que quiero que hagamos. 

Portela abrió mucho los ojos y preguntó. 

—¿Los tres? ¿En serio? —Modesto le dio una colleja perfecta. 

—Serás guarro, siempre pensando en lo mismo —rieron. 

—No, es algo más tecnológico —cogió el teléfono y lo puso en horizontal, a la vista de todos. Al principio no tenían ni idea de a quién estaba llamando Paola, pero no tardarían en descubrirlo. Al otro lado, una voz de hombre que se les hacía familiar, contestó. 

—Ahora mismo te lo paso, Paola. No sabe nada, así que igual está durmiendo la mona. 

Escucharon el ruido de unas llaves, de elementos metálicos que se abrían y se cerraban. 

—Tienes una llamada. Y ten cuidado, que es mi móvil y me lo regaló la parienta de adelanto de reyes. 

Vieron su cara al otro lado. Era Michel, el Guardián de las Flores. No pudo reprimir la emoción al verlos, sobre todo al ver a Paola. 

—Hola, creo que te lo debía. Estamos aquí en casa de los padres de Modesto, los tres, y pensé que sería buena idea hacerte compañía, al menos por un rato. 

—Joder, Paola. Gracias, chicos. Feliz Navidad a los tres. 

—Feliz Navidad, Michel —todos levantaros sus copas de champán. Él cogió su vaso de agua y lo levantó. 

—La verdad es que no lo esperaba, joder —seguía emocionado. 

—Perdona por no haberte visitado todo este tiempo, ni haberte escrito, ni llamado. 

—No pasa nada, Paola, el pasado ya no importa. Estamos escribiendo el futuro, ahora, en este momento. 

—Gracias por salvarme, Michel. Sin ti no estaría aquí, te debo una. 

—Y tú, perdona por engañarte. Te mandé una carta, pero no sé si te llegan. 

—Sí, lo hacen, no te preocupes, prometo contestar. 

—Joder, me habéis alegrado la Nochebuena, no sé como agradecéroslo. 

—Yo sí, cabrón, no te metas en más líos, y a ejercer de tío, que tienes una edad —todos rieron con las palabras de Modesto. 

—Prometo hacerlo, inspector. Se lo juro.  He tenido mucho tiempo para reflexionar mientras vosotros estabais de ruta por el Camino de Santiago y Santo Estevo. Aquí es lo único que te sobra, tiempo. Espero salir pronto de aquí y poderos demostrar que he cambiado. 

—Ojalá, mientras tanto, feliz Navidad. 

—Feliz Navidad a todos. Da recuerdos a Costoya. 

Colgaron. Paola sentía un alivio difícil de explicar, y más difícil todavía de entender. Pero la voz de su conciencia estaba a su lado. 

—¿Qué te pasó, Paola?

Ella lo miró como todas esas veces en las que no había pasado nada, le cogió la mano, cogió también la de Portela y contestó. 

—Tuve un mal sueño. Bueno, en realidad no debería llamarlo malo. Tuve un sueño en el que pasaban cosas. Algunas malas, otras muy malas, otras buenas. Me hizo pensar. Pensar que la vida es finita, que nunca sabes dónde la tienes, que quién te dice a ti que no sea hoy la última vez que os diga adiós. Hay tantas cosas que se nos escapan de los dedos, que no aprovechar lo que tenemos es un pecado. No dar ese abrazo que deseas es perder, no regalar esa sonrisa es perder, no disfrutar también. No os preocupéis, no voy a dejar de ser Paola Gómez, comisaria de Policía, pero también prometo que dejaré de ser especialista en dejar pasar trenes, oportunidades, momentos, porque eso es la vida amigos —los cogió a los dos por el hombro—, esto es la vida —se dieron un abrazo interminable, de esos que sabes que cuando se termine, seguramente, no volverá a repetirse. 

Bebieron, y cantaron juntos aquella canción, que a partir de aquel día no le recordaría a su padre, muerto 34 navidades atrás, sino a Portela cantando borracho e imitando a George Michael, a Modesto mirándola con el fulgor del deseo, o a ella misma disfrutando como no lo hacía hace tiempo. La vida solo depende de como la mires, de la perspectiva, y ella acababa de cambiarla para siempre. 

FIN

21 Y 22 De Diciembre del 2020